Lamentablemente,
el “turista” se ha convertido en el embajador de lo urbano, de lo banal, del
espectáculo. El “turista” es una persona con un plano en una mano y una cámara
de fotos en la otra. Es un espectador de imágenes que a alguien le interesa
vender. El turista pasa por un lugar, no lo vive. El turista observa un lugar,
pero no lo comprende. El turista asiste embobado al folklore (un folklore
edulcorado, empaquetado y listo para vender), pero no interioriza la cultura de
un lugar. El turista mira en la distancia a la gente del lugar que coloniza
temporalmente, pero no interactúa con ellos.
Esto se debe a que el turismo
representa la comercialización del tiempo de ocio. Vamos de viaje a otros
lugares como quien va al teatro. Nos sentamos en unas butacas y dejamos que
unos actores representen una realidad de la que nunca seremos partícipes.
Siguiendo esta línea ascendente,
comprendemos que el “turista” es simplemente el resultado monstruoso de la
concepción actual de “turismo”.
El hotel se ha convertido en esa
“fortaleza” inexpugnable donde el “turista” se aísla. Es como una sucursal del
hecho urbano. Como un McDonalds que un americano se encuentra en cualquier
rincón del mundo y que le hace sentirse como en casa. El hotel cuenta con sus
cafeterías, comedores, piscinas, espacios públicos, zonas de reuniones, etc. Y
da igual en que parte del mundo estemos. Estos componentes de los hoteles
siempre son iguales, independientemente de la parte del mundo en la que nos
encontremos.
Y todos los días los “turistas”
salen, plano y cámara en mano, de sus hoteles para pasearse por los sitios
emblemáticos que la “guía del buen turista” les señala.
Se trata, también, de un problema
económico-infraestructural. Hoy en día, la mayoría de los hoteles se entienden
como unos elementos autosuficientes en donde un “turista” podría vivir sin
salir de ellos durante un tiempo indefinido. Es una máquina generadora de
dinero, pero que, generalmente, no enriquece económica ni infraestructuralmente
al lugar donde se asienta. No le da nada al lugar ni a sus gentes. Los turistas
disfrutan de lo que el sitio les ofrece, pero no dan nada a cambio. El hotel
les da a los “turistas” cafeterías, comedores, excursiones programadas, ect.
Pero siempre previo paso por caja.
Eso genera una barrera insalvable
entre los habitantes de Pantín y los “turistas”.
¿Por qué no crear algo que sirva de
unión entre los habitantes de Pantín y la gente que va temporalmente? ¿Por qué
construir cosas que Pantín ya puede ofrecernos? ¿Por qué no hacer de los
“turistas” auténticos aventureros que estén dispuestos a entender, a mirar, a
aprender, a relacionar? ¿Por qué no hacerles ver que no todo es espectáculo?
No quiero
hacer una “fortaleza” para el “turista”.
No quiero
hacer un proyecto autosuficiente, que sólo sirva para su propio
enriquecimiento.
No quiero
hacer que la gente se hospede en una extensión del hecho urbano, en una
sucursal de una sociedad del espectáculo de la que el entorno rural sigue
escapando a duras penas.
No quiero, en fin, que en Pantín
existan dos realidades, dos mundos que nada tienen que ver el uno con el otro.
Lo urbano y lo rural. Lo autóctono y lo foráneo. Lo real y lo espectacular.
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